Un estudio de los principales testimonios referentes al canon del Nuevo Testamento a fines del siglo II, muestra que los cuatro Evangelios, 13 epístolas de Pablo, 1 Pedro, 1 y 2 Juan, Judas, Hechos y Apocalipsis se reconocían generalmente como canónicos.
Mientras que algunos en el Occidente aún ponían en duda a Santiago, 2 Pedro, 3 Juan y Hebreos, había quienes en el Oriente no tenían escrúpulos en usar como auténticos ciertos escritos apócrifos.
Este breve estudio muestra que el canon del Nuevo Testamento durante el siglo II no resultó tanto de un proceso de coleccionar escritos apostólicos, como de un proceso de rechazar aquellos cuyo origen apostólico no pudo confirmarse.
En el transcurso de los primeros cien años de la iglesia cristiana se escribieron muchos libros. Cada secta cristiana y cada provincia había producido algunos escritos, especialmente los llamados Evangelios.
Estos libros eran copiados y distribuidos, lo que dio como resultado que el conjunto de la literatura cristiana creciera hasta alcanzar un enorme volumen.
Pronto resultó evidente que se había mezclado hiel con miel, según una expresión del Fragmento Muratoriano para describir obras que se adjudicaban un origen apostólico, pero que sin embargo contenían enseñanzas gnósticas. Se hizo, pues, necesario que hubiera una clara norma en cuanto a estos libros espurios.
Una tendencia opuesta, que intensificó la necesidad de un canon, fue la manifestada por el hereje Marción.
Éste, para tener apoyo para sus enseñanzas antijudías, no sólo rechazó todas las obras espurias sino también varios libros de indudable origen apostólico. Su rechazo de tales obras genuinamente apostólicas más el uso difundido de escritos no apostólicos, obligó a los cristianos a decidir qué aceptaban y qué rechazaban.
Un principio que adoptaron para determinar la validez de un libro era la jerarquía del autor. Rechazaban todo lo que no fuera claramente de origen apostólico, pero como una excepción aceptaron las obras de Marcos y Lucas, colaboradores íntimos de los apóstoles.
Otra base para la canonicidad era el contenido de los libros para los cuales se pedía un lugar en el Nuevo Testamento. Libros que daban a entender que eran de origen apostólico fueron rechazados cuando se encontró que contenían elementos de gnosticismo. Un ejemplo de obras tales es el seudoevangelio de Pedro.
Eusebio (Historia eclesiástica vi. 12) registra un hecho que ilustra la forma como los dirigentes de la iglesia aconsejaban en cuanto a la formación del canon.
Alrededor del año 200 d. C., la Iglesia de Roso, cerca de Antioquía, parece que estaba dividida en cuanto al uso del Evangelio de Pedro, y los miembros de esa iglesia sometieron su disputa a Serapión, obispo de Antioquía.
Este no conocía bien esa obra y, pensando que todos los cristianos de Roso eran ortodoxos, permitió su uso; pero cuando más tarde se dio cuenta del carácter gnóstico de ese evangelio, escribió una carta a los de Roso y retiró el permiso que había dado previamente.
Es sumamente interesante notar que un obispo permitió que se leyera en la iglesia un libro desconocido para él, sin duda porque llevaba el nombre de un apóstol como su autor; pero lo prohibió tan pronto como reconoció, debido a su contenido, su carácter espurio y su falsa paternidad literaria.
Pueden haber sucedido con frecuencia casos semejantes, aunque no se ha conservado el registro de tales decisiones.