El estudio de la evolución del canon del Nuevo Testamento proporciona una evidencia convincente de que la mano de la Providencia guió en la formación del canon de la Palabra escrita de Dios.
Como se ha visto ya, las decisiones que produjeron el canon de 27 libros no fueron en esencia la obra de una iglesia organizada que expresara su voluntad mediante un papa o un concilio general.
Más bien, el canon de las Escrituras evolucionó gradualmente durante unos cuatro siglos, a medida que muchos cristianos, bajo la dirección del Espíritu de Dios, reconocieron que ciertas obras habían sido inspiradas por el mismo Espíritu y otras obras no lo habían sido.
En esta obra de selección, divinamente inspirada, ciertas normas ayudaron a los primeros cristianos para decidir qué libros merecían un lugar en las Escrituras y cuáles no; y una de esas normas fue la paternidad literaria.
El Nuevo Testamento era las buenas nuevas acerca de Jesucristo, y naturalmente los cristianos creían que la presentación más auténtica de este pasaje provenía de aquellos hombres que la habían Escrito porque habían estado con Jesús.
Por eso finalmente sólo se aceptaron aquellas obras de las cuales los cristianos estaban claramente convencidos de que habían sido escritas o por un apóstol o por un compañero de un apóstol que escribió en el período apostólico.
Por eso los libros de Marcos y Lucas fueron admitidos debido a que todos los cristianos estaban convencidos de que habían sido escritos en el tiempo de los apóstoles Pedro y Pablo, y quizá bajo su supervisión.
Pero la Epístola de Bernabé, ampliamente aceptada en el siglo II, finalmente fue eliminada del canon porque su contenido demostraba que no pudo haber sido escrita por ese colaborador de los apóstoles.
El Pastor de Hermas gozó del favor de algunos de los primeros cristianos; pero al fin fue excluido del canon porque se originó en el período postapostólico.
Otra norma usada por la iglesia primitiva para la fijación del canon fue el contenido de cada libro.
A veces eso implicaba un discernimiento más sutil que la cuestión de la paternidad literaria. Se necesitaba la evaluación de un libro en términos de su valor intrínseco, su compatibilidad con el resto de las Escrituras y su conformidad con la experiencia cristiana.
Sin duda, en gran medida debido a este principio la iglesia primitiva rechazó muchos Evangelios gnósticos y libros de Apocalipsis de esa misma tendencia.
Para efectuar con éxito todo esto, era esencial la conducción del Espíritu de Dios, el mismo Espíritu que guió la mente de profetas y apóstoles mientras escribían, y que ha hecho surgir la convicción en el corazón de todo verdadero creyente mientras lee las Escrituras de que realmente es la Palabra de Dios.